El Papa Francisco ha celebrado en este segundo Domingo de Pascua, día de la Divina Misericordia, la Santa Misa en forma privada en la Iglesia de Santo Espíritu en Sassia. Una homilía en la que el Papa recordó dos momentos del carisma de Santa Faustina Kowalska, venerada como el apóstol de la Divina Misericordia.
“Hoy, en esta iglesia que se ha convertido en santuario de la misericordia en Roma, en el Domingo que veinte años atrás san Juan Pablo II dedicó a la Divina Misericordia, acojamos con confianza este mensaje. Jesús le dijo a santa Faustina: «Yo soy el amor y la misericordia misma; no existe miseria que pueda medirse con mi misericordia» (Diario, 14 septiembre 1937)”.
Con estas palabras, el papa Francisco recordó en su homilía, este importante aniversario, en este Segundo Domingo de Pascua, día de la Divina Misericordia. Y retomando el Evangelio de hoy, recordó que el domingo pasado, se celebró la “resurrección del Maestro, y hoy asistimos a la resurrección del discípulo”, Tomás.
Después de una semana, los discípulos, seguían viviendo en el temor, no obstante, habían visto a Jesús Resucitado, y no lograban convencer de la resurrección a Tomás, el único ausente. El Papa dijo, que ante esa incredulidad temerosa, Jesús regresó, se puso en el mismo lugar, «en medio» de los discípulos, y repitió el mismo saludo: «Paz a vosotros». Volvió a empezar desde el principio. “La resurrección del discípulo comenzó en ese momento, en esa misericordia fiel y paciente, en ese descubrimiento de que Dios no se cansa de tendernos la mano para levantarnos de nuestras caídas. Él quiere que lo veamos así, no como un patrón con quien tenemos que ajustar cuentas, sino como nuestro Papá, que nos levanta siempre”.
Esa mano que siempre nos levanta: Misericordia
Y es que nos recordó Francisco, que en la vida avanzamos a tientas, como un niño que empieza a caminar, pero se cae, y se cae una y otra vez, pero siempre está listo el papá, que lo levanta de nuevo, esa mano que “siempre nos levanta es la misericordia”, dijo el Papa, Dios sabe que sin misericordia nos quedamos tirados en el suelo, que para caminar necesitamos que vuelvan a ponernos en pie.
Pero la humanidad cae continuamente, y el Señor lo sabe, nos confirma Francisco, y siempre está dispuesto a levantarnos. Él no quiere que pensemos continuamente en nuestras caídas, sino que lo miremos a Él, que en nuestras caídas ve a hijos a los que tiene que levantar y en nuestras miserias ve a hijos a los que tiene que amar con misericordia.
La misericordia no abandona a quien se queda atrás
“La misericordia no abandona a quien se queda atrás”. Sin embargo, en el mundo, se está insinuando este peligro, de pensar en una “lenta y ardua recuperación de la pandemia”, pero olvidando al que se quedó atrás. Con el riesgo que nos azote otro virus, que es el del egoísmo indiferente, el que hace que pensemos que la vida mejorará si nos va bien a cada uno de nosotros, descartando a “los pobres e inmolar en el altar del progreso al que se queda atrás. Pero esta pandemia nos recuerda que no hay diferencias ni fronteras entre los que sufren: todos somos frágiles, iguales y valiosos”.
Es tiempo de eliminar las desigualdades, de reparar la injusticia que mina de raíz la salud de toda la humanidad, señaló el Papa, y pidió que aprendamos de esa primera comunidad cristiana descrita en el libro de los Hechos de los Apóstoles, donde los “creyentes vivían todos unidos y tenían todo en común; vendían posesiones y bienes y los repartían entre todos, según la necesidad de cada uno", esto dijo el Papa es cristianismo no ideología. En esa comunidad, después de la resurrección de Jesús, sólo uno se había quedado atrás y los otros lo esperaron.
Algo que en cambo, no sucede en la actualidad, más bien al contrario, dijo Francisco, “una pequeña parte de la humanidad avanzó, mientras la mayoría se quedó atrás". Donde cada uno de nosotros podríamos decir que no es nuestro problema ocuparnos de los necesitados, es un problema complejo que le toca a otros. “Aprovechemos esta prueba como una oportunidad para preparar el mañana de todos. Porque sin una visión de conjunto nadie tendrá futuro”.
Santa Faustina y la Divina Misericordia
El Santo Padre, en su homilía, se detuvo un momento para hablar del carisma de la Santa, y dijo que, en una ocasión, Faustina le dijo a Jesús, con satisfacción, que le había ofrecido toda su vida, todo lo que tenía.
“Pero la respuesta de Jesús la desconcertó: «Hija mía, no me has ofrecido lo que es realmente tuyo». ¿Qué cosa había retenido para sí aquella santa religiosa? Jesús le dijo amablemente: «Hija, dame tu miseria» (10 octubre 1937)”.
En su homilía el Papa nos pregunta, si también cada uno de nosotros ha entregado su miseria al Señor, si le hemos mostrado nuestras caídas para que nos levante, nos pregunta si hay algo que todavía nos guardamos dentro: Un pecado, un remordimiento del pasado, una herida en mi interior, un rencor hacia alguien, una idea sobre una persona determinada... Debemos presentarle esas miserias, nuestras miserias al Señor, dijo el Papa, Él espera que le presentemos nuestras miserias, para hacernos descubrir su misericordia.
La resurrección del discípulo
“Los discípulos, habían abandonado al Señor durante la Pasión y se sentían culpables. Pero Jesús, cuando fue a encontrarse con ellos, no les dio largos sermones. Sabía que estaban heridos por dentro, y les mostró sus propias llagas. Tomás pudo tocarlas y descubrió lo que Jesús había sufrido por él, que lo había abandonado. En esas heridas tocó con sus propias manos la cercanía amorosa de Dios”.
Tomás, cuando abrazó la misericordia superó a los otros discípulos; no creyó sólo en su resurrección, sino también en el amor infinito de Dios, afirmó el Pontífice, e hizo la confesión de fe más sencilla y hermosa: «¡Señor mío y Dios mío!». Así se realiza la resurrección del discípulo, cuando su humanidad frágil y herida entra en la de Jesús. Allí se disipan las dudas, dijo Francisco, allí Dios se convierte en mi Dios, allí volvemos a aceptarnos a nosotros mismos y a amar la propia vida.
Y ante esta dura prueba de la pandemia, también nosotros como Tomás nos sentimos y reconocemos frágiles. Necesitamos al Señor que “ve en nosotros, más allá de nuestra fragilidad, una belleza perdurable. Con Él descubrimos que somos valiosos en nuestra debilidad”.
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